sábado, 1 de febrero de 2014


El auto de espantosos espejos rojos salta en los baches de la calle de los recuerdos.

No es, pero sí es el Zastava, el primer carro de mi familia, con sus espantosos espejos rojos. Salió del micropunta como el croquis genérico de un auto de tres volúmenes y al vaivén de los plumones fue adquiriendo su peculiar colorido, sin relación alguna con el amarillo desvaído que tuvo hasta su achacosa vejez el Zastava. Pero mientras rayaba hablando con mi hermana Ofelia, envueltos en el aroma del café negro, el matacho evocó en ella el recuerdo de los espantosos espejos rojos que tuvo el Zastava, instalados inexplicablemente en los guardafangos delanteros (de modo que para ajustarlos había que bajarse y hacerlo al tanteo o pedirle ayuda a alguien), regalo de la tía Alcira a mi padre, quien se negó a desmontarlos durante años a pesar de su evidente despropósito, para no ofenderla. Casi cuarenta años después, a mi hermana y a mí nos volvieron a las mejillas los colores de la vergüenza de utilizar ese carro convertido en un hazmerreír. Entonces dibujé los espejos rojos y quedó este matacho como esas cosas y personajes de los sueños que no son pero sí.     



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