El cuerpo del hombre abducido apareció regurgitado en un campo de alfalfa al sur del bosque del templo, lejos del recorrido del veedron. Lo delató un penetrante olor a mieles marchitas. Muerto no estaba, pero sí felizmente catatónico, en los meros huesos, sorbido hasta el tuétano. Tenía los ojos clavados en su entresijo, léase "mundo interior". La boca desfigurada a besos trazaba un singular sonrisa. Las manos convertidas en estrellas peregrinas. Largo de tronco y corto de piernas, rígido, como si no hubiese regresado de un inconcebible estiramiento. En ropa interior y con unos zapatos prestados o robados, grandes y nuevos, como para andar entre nubes. Los detectives perdieron su tiempo haciéndole preguntas.
(Esta historia empezó hace cuatro entradas y continuará)
Oh, no me esperaba este desenlace. Gratamente sorprendida.
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